EL ARTEFACTO
En aquel paisaje aplastado
por el sol, el cúmulo de ocres sólo era
interrumpido por el mortecino verde de alguna chumbera o almendro. Y, en
ocasiones, por el color oxidado, que aparecía en el paisaje para dar fe de que
los hombres habían desistido y, derrotados, hacía tiempo que abandonaron la
idea de convertir aquello en un lugar en el que fuese posible vivir. Postes,
bidones, chatarra herrumbrosa… y el artefacto. Parecía concebido para atormentar
al único desventurado que había conseguido permanecer allí. O, quizás, el único
que no había conseguido huir. Antaño fue un molino de viento para extraer agua
de un pozo seco ya hace décadas. Pero la decrepitud fue haciendo que se desmembrase
como un monstruo leproso. Tan sólo quedaban unas pocas aspas en su lugar
original, mientras que otras colgaban como brazos inánimes. Cuando el solano batía, las piezas golpeaban contra los
hierros del poste lo que, unido al chirrido del eje, provocaban una música
endemoniada que taladraba sus tímpanos. En infinitas ocasiones había planeado
escapar de aquella casucha inmunda y salir de la comarca. Pero cada vez que lo
había intentado, el solano aparecía, la terrorífica música comenzaba a sonar y rápidamente volvía
a esconderse en el sótano, el único lugar donde no penetraba aquella locura. A
veces el silencio reinaba semanas enteras. Hasta que volvía a surgir la idea de
alejarse de allí. Y entonces volvía a girar. Cualquier persona que se
aventurase por la zona podría pensar que la locura se había apoderado de ese infeliz
tras pasar años sin hablar con nadie, en aquella prisión de horizontes
infinitos. Pero él sabía la realidad. El artefacto controlaba su mente y le
tenía prisionero. Y la locura no estaba
en su cabeza, sino en el solano cada vez que hacía chirriar el eje oxidado y
las palas golpeaban con furia los hierros de aquel monstruo.
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