LA EPIDEMIA DE LEPISMAS
A
pesar de que se tratase de la epidemia menos cruenta que se recuerda en la
historia de la prefectura, fue la que más daño causó sobre el saber y la
memoria. Más incluso, que la epidemia de termes que convirtió en serrín todos
los hermosos artesonados de la aldea junto a la célebre colección de ídolos de
madera de ginkgo que atesoraba el sacerdote. En aquel caso, los termes sí que
causaron víctimas mortales: nadie olvida el infausto día en que la techumbre
del edificio municipal cayó aplastando a todos los miembros del cabildo, lo que
sumió a la localidad en treinta años de enorme anarquía y total prosperidad.
Tampoco olvida nadie el sonido sordo de las termitas masticando la madera, que
se escuchaba todo el día y toda la noche en cada rincón del pueblo. Esta vez,
en cambio, el masticar era distinto. Sólo se escuchaba de noche y únicamente
procedía de aquellos lugares en los que se guardaban libros. Eran los lepismas
o pececillos de plata, pequeños y eruditos insectos aplanados, cubiertos de
escamas plateadas, que devoraban de forma imparable todo aquello que estuviese
hecho de papel. La delicada colección de papiroflexia del verdugo, las
sombrillas de papel de arroz de las muchachas, las hojas cartográficas del
colegio, las serpentinas del carnaval, las cartas de amor de todos los vecinos,
los estadillos del recolector de sanguijuelas, las letanías galicanas, los
grabados al aguafuerte del porquero, las cuentas del carnicero, los libelos contra
el alcalde, las escrituras de propiedad, los mapas estelares del ateneo, los
biombos de la mancebía ,… y los libros. Sobre todo, los libros. Ni uno sólo de
los que guardaban la sabiduría o las estupideces de las generaciones presentes
y pasadas, se vio libre del inefable apetito de las lepismas. Los anaqueles de
las bibliotecas se encontraban devastados, con las tapas de cuero desvencijadas
y vaciadas de su sagrado contenido. Las páginas y sus textos habían sido
convertidas en una especie de irregular confeti de color siena por el que
correteaban miles de lepismas de diferentes tamaños. En una de las bibliotecas
arruinadas, la de la casa de los orfebres, en un montón de tapas de libros ya
huecos de palabras, se podía leer un título en
rojizas letras de bol de Armenia: “Proyecto de ley de las dinastías
aqueménidas para la conservación del patrimonio escrito”. Nadie lo sabía, pero
en ese pequeño cuaderno, comprado a un mercader de Afrasiab por los orfebres
para los estudios de su hijo, en las primeras hojas, justo entre los márgenes
inferiores de la página de respeto y el avant-propos, durmió durante años una
lepisma hembra de estirpe persa cargada de huevos. Y cuando despertó, desató la
epidemia.
A
nadie se le ocurrió mejor cosa para remediar el daño que, esperar a que
devorasen hasta el último retazo de celulosa y, con él, su última comida. Se
decretaron nueve años de cuarentena en la que nadie podía entrar en la
población con papel alguno pues, como todo el mundo sabe, ese el tiempo máximo
que logra este insecto aguantar sin comer. Mientras tanto, todo el saber escrito,
todas las cuentas, los limites de las heredades, la historia local, las
tradiciones, las sagas, los versos, las cuentas, los impuestos, las
declaraciones de amor, las leyes, la farmacopea y el santoral, permanecieron –
de una u otra forma- custodiados por la memoria de los paisanos. Pero, al final
de la cuarentena, ningún recuerdo fue lo que era.
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